Maizitos en el Santa
Por René Gabriel Yépez Huamán
Mis dientes tiritaban, tengo mucho frío y me duele la cabeza, siento el gélido gras de Recuay, con mi rostro cubierto de barro, a lo lejos veo algunas sombras acercarse, para luego desplomarme.
Antes
Carlos Molina un piurano sin oficio alguno, ameno y despreocupado, reía fuerte con sus amigos en el bar de mala muerte llamado la “Ramadita”, era un cliente asiduo, siempre andaba corto de dinero a pesar que tenía una familia que mantener. Regresaba a su hogar de madrugada para entrar sigilosamente a la casa y quedarse dormido comúnmente en un cómodo sillón de la pequeña sala. Él nunca pudo mantener un trabajo, casi siempre le metían una patada en el culo por su ebriedad.
Ella era una mujer de manos gruesas, en su mundo había mucho trabajo como: pelar papas, tajar cebollas, lavar montones de platos y cocinar en gigantescas ollas. Se despertaba muy temprano para prepararme el desayuno y enrumbarme a la escuela, a la vez que también tomaba un bus para irse a su trabajo un restaurante en el centro de Lima, ella era mi mamá Jimena Gonzales.
Carlos y Jimena eran tan diferentes, nunca entendí como se enamoraron. El salía a embriagarse y ella a trabajar. Ellos tenían la cortesía de no pelearse frente a mí, sin embargo, escuchaba desde la oscuridad de mi habitación los gritos que se daban entre ellos, testigo claro de esas peleas era los restos de platos o vasos, que encontraba en el suelo de la cocina por la mañana.
Mi mundo transcurría en medio de esa rutina: Entre el colegio, mi madre trabajando y un padre irresponsable, hasta que tuvimos noticias de una enfermedad, una pandemia así decía la televisión.
Algo sabía de eso, gracias a mi profesora Martha Castillo quién en alguna clase nos explicó:
“En 1348 llego una enfermedad rara a Florencia, traída por las pulgas de las ratas, entonces a los hombres le empezaron a salir unas cosas negras y apestosas en el cuerpo para luego morir desangrados. Algunos se salvaron, cerrándose en su casa o yendo al campo”.
Siempre recordaba esa clase, tenía mucho miedo que alguna pulga o insecto me picara, no quería que en mi cuerpo salieran esas cosas negras. Una vez al vampiro mi amigo que así lo llamábamos, le pico una abeja y no quise jugar con él por varios días, suponía que se iba a enfermar con esas cosas negras y feas, pero no ocurrió así, hay veces no comprendo, ya que la profesora Martha siempre dice la verdad.
De pronto nadie podía salir de las casas, se cerraron todos los negocios tanto a los que iba papá para tomar como a los que iba mamá para trabajar.
Empezamos a vivir a partir de algún dinero ahorrado por mi mamá, la cual cada día más sentía el desagrado de mantener a un marido que no aportaba nada en la casa, y se pasaba refunfuñando de las noticias de la televisión, echándole la culpa de todas las desgracias a un complot mundial organizado por los Iluminati.
Un día abrí mis ojos y observé a mi madre a mi lado, había metido mi ropa en unas maletas, me dijo de forma silenciosa:
“Despierta cariño, toma tu desayuno de quinua con tus panes con queso. Hoy viajamos a Recuay, para estar en la casa de tu abuela Facunda”.
Al despertarme siempre estaba algo torombolo y al salir de mi habitación, observé a mi padre en el sillón completamente borracho, en plena cuarentena había salido de la casa para irse a tomar.
Dejamos esa casita alquilada en Lima de forma apesadumbrada, en la cual habíamos pasado varios años momentos de alegría y tristeza, había un carro esperándonos para llevarnos a las montañas. Entramos a un auto Nisan algo destartalado y sucio, el conductor era un señor canoso, tenía rostro de buena persona y le ayudo a mi mamá a cargar las maletas para luego iniciar nuestro viaje. Pude observar a través de la ventana el paisaje del norte de Lima: Arenas desérticas, casas maltrechas, perros callejeros, basurales y algunos vendedores ambulantes en medio de la pista. De pronto el auto cambió de ruta y empezó a subir a la montaña, llegando a tener mucho calor en un lugar llamado Chaucayán, me parecía igualito a Chosica, ese bonito lugar donde los profesores nos llevan a final de año, en el cual había piscinas y campos de fútbol, voy a extrañar a mis patas del colegio: El Lobo, el Vampiro, el Pishtaco y el jodido del Tico, cuantas cosas hicimos en Lima, pero eso debería contarse en otra historia.
El carro empezó a subir en la montaña, sintiendo cada vez más un profundo frío, mi madre sacó una chompa gruesa de una vieja mochila y me la colocó con un gorro de lana, para luego vomitar de forma convulsiva. El chofer saco unas bolsas de su maletera y le dio a mi mamá alcohol para echarme sobre mi rostro, lo último que observé fue un letrero que decía Conococha 4,020 metros de altura, para luego quedarme dormido cobijado por mi mamá.
La abuela Facunda
Abrí mis ojos en un lugar extraño, estaba cubierto de varias sabanas sobre una cama de fierro de las antiguas. De pronto entro una anciana hablando algunas palabras entre español y quechua, era mi abuela Facunda, quién me traía una tasa de hoja de coca caliente. Asi que me dijo:
“Wawita despierta tienes que tomar esto, para que te pongas bien. En la mesa está tu leche con machica, es muy rico y te va a gustar”.
Ya estaba en la casa de la abuela Facunda y con los días mis malestares pasaron. Mi abuela vivía en una enorme casa hecha de adobe, con techo de madera con caídas y un viejo piso de madera, que sonaba al caminar. Las paredes eran de yeso y tenía que cuidarme de no acercarme, ya que pintaban mi ropa de blanco.
Facunda mi abuela tenía una rutina diaria, al amanecer le daba de comer a todos sus animales: Forraje para sus cuyes, maíz para los pollos, granos para las vacas a las cuales le había puesto sus respectivos nombres: Paquita, Blanca Flor y Negrita; ordeñaba las vacas y parte de esa leche recolectada le daba en biberón a las ovejas bebes. Veía el cariño que le tenía a sus animales y como que ellos entendían sus palabras entre español y quechua, colaborando entre todos.
En Lima el desayuno consistía en dos panes con un vaso de leche o quinua, pero no en la casa de la abuela, ella nos preparaba estofado, caldo de gallina o hay veces trucha frita con papas sancochadas. Y en el almuerzo hay veces hacía pachamanca, cuy chactado, sopa de morón, caldo de cabeza de carnero, etc. Siempre me pareció muy extraño esa costumbre de comer el almuerzo tan temprano, aunque la verdad tampoco me molestaba mucho ya que la abuela cocinaba muy bien.
Después de atender los animales salíamos a la chacra de maíz, algunos días para remover la hierba mala. Otros días doña Facunda molía en su batan bastante ají y luego lo metía en unas botellas para rociarlo al campo de maíz, estos chiles tan picantes espantaban a los insectos, de esta manera las mazorcas crecían grandes y riquísimas. La abuela nunca le gusto comprar los insecticidas, ella los detestaba, estaba segura que había sido la causa de la muerte del abuelo Ruperto.
Después de cuidar y mantener los campos de maíz, mi abuela sacaba de su alforja algo de queso y canchita, para comerlos sentados mirando el blanco del hielo de las montañas de Recuay, hay veces sentía que estaban muy cerca, pero en realidad eran muy lejanos, a varios días de camino. La abuela los llamaba Apus y decía que ellos nos cuidaban, ya que nos daban el agua para poder tomar y cocinar, así que son como nuestros padres y uno tiene siempre respetar a sus progenitores.
Al caminar por la chacra donde brotaba el maíz blanco de Recuay, observé que habían brotes de maíz morado, no lo entendí y fui a preguntarle a la abuela:
“Mamá Facunda, porqué hay choclos negros si hemos sembrado sólo choclos blancos”.
La abuela escuchó mi pregunta, se me acercó y me dijo te voy a contar una historia que me contó mi abuelo:
“Los choclos de Recuay son como niños y tienen magia, de madrugada cuando los hatun runas están durmiendo, ellos dejan sus chacras y corren hacia el río Santa, en el cual les encanta bañarse, chapotear en al agua, como como unas wawitas inquietas. Pero cuando empieza a salir los primeros rayos del Inti, regresan corriendo a sus campos, pero algunos choclitos algo despistados se meten en otros campos. Ese choclito morado se equivocó al retornar a su campo”.
De madrugada
La idea se repetía de forma permanente, ¿podía ver a los choclos salir de los campos para meterse a nadar al río Santa?, era verdad lo contado por la abuela o era una mentira, algo así como Papa Noel.
Y de pronto me desperté a las tres de la madrugada y decidí ir a observar como los choclos se iban al río, me puse mi casaca que tenía la figura del hombre araña, un poncho multicolor, un gorro de alpaca que olía feo pero abrigaba bien. También cogí algo de cancha y queso si me daba hambre. Abrí las puertas de la casa con mucho sigilo y al salir de la casa observé un cielo lleno de estrellas, era un espectáculo muy hermoso.
Caminé en medio del gras mojado en dirección al río, necesitaba conocer si la historia de la mamá Facunda era real. Al acercarme al río resbalé y caí de poto a las orillas del río y no observé nada extraño, no había ningún choclo bañándose ni nada parecido, así estuve un tiempo mirando el río y las estrellas del cielo.
Tuve una suposición, si los choclitos me veían no iban a bajar, así que subí sobre la rama gruesa de un árbol y me senté ocultándome para ver la llegada del maíz. Pero estar sentado sobre las ramas cansa y es muy resbaladizo, así que después de unos minutos caí del árbol, sobre un forraje, en medio del barro.
En ese momento vi algo:
“Bajaron los choclos de diferentes campos de cultivos, algunos se resbalaban y caían con fuerza sobre el río, diferentes mazorcas empezaron a nadar sobre las aguas del Santa, choclitos negros, blancos, rojos y hasta morados jugaban, se empujaban y reían sin cesar”.
Era un espectáculo maravilloso, de pronto un choclito morado puso sus ojos sobre mi persona, y todos las mazorcas se paralizaron, el choclito se acercó con temor y con sus hojas me limpió mi cara sucia de barro regalándome una sonrisa, para luego volver con su grupo y seguir chapoloteando en el agua.
Los rayos del sol se abrieron paso en la oscuridad y todos los choclitos salieron corriendo del río para volver a sus chacras, algunos eran más despistados y se metían al primer campo de cultivo que veían.
En Huaraz
Abrí los ojos y estaba cubierto con una gruesa frazada, en una camilla, en un lugar muy blanco. Un señor vestido de blanco se me acercó y dijo:
“Señora su hijo ya está mejor, ya le paso la hipotermia, en unas horas si continua bien, le voy a dar de alta”.
Estaba en el hospital de Huaraz y mi madre estaba a mi lado, su mirada era entre el cariño y la amargura, de haberme salido temprano de la casa, haberme caído y poner mi vida en peligro por una hipotermia.
Al salir del hospital observé a mi papá quién me abrazó con mucho cariño, me había traído galletas y chocolates; luego se puso hablar con mi mamá durante largo rato.
Lima, 2 de mayo 2021
FIN
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